La parábola de un poeta. Una entrevista con Isaac Gómez Calderón

por Gabriel Petter

El nuevo libro del poeta español Isaac Gómez Calderón, La parábola del arcoíris, representa, en palabras del propio autor, la posibilidad para el lector de realizar una meditación sobre, en, con el lenguaje como símbolo. La obra está disponible para su venta a todo el mundo en Amazon.

Isaac Gómez Calderón no se ajusta a las definiciones convencionales de artista. Especialista en creación digital, con larga experiencia en el entorno corporativo, máster en comunicación audiovisual por la Universidad de Valencia, músico, poeta de vocación, el español lanza su segundo libro, La parábola del arcoíris (Los Papeles de Brighton, 2016), después de una larga pausa, tras haber publicado fragmentariamente Menarquia del ave adolescente, en 2004. Actualmente reside en Barcelona, después de seis años viviendo en Catar. Isaac y su esposa, Irene Büntemeyer, preparan la traducción al español, directa del alemán, de la obra del gran vate Stefan George (1868-1933). Culto, con amplias citas que van desde Goethe a Kandinsky, Isaac enseña más de lo que conversa –no es de extrañar que tenga experiencia como profesor invitado en el área de la educación superior. Y aunque esta entrevista realizada por correo electrónico siga un guión estándar, el flujo de la conversación es libre como el pensamiento de este multiartista aún poco conocido por el público brasileño. Beber de sus fuentes es enriquecerse un poco con la clarividencia de un hombre sensible que desea, con su poética, revelar la realidad más alta detrás del mundo que se nos presenta. Un mundo de belleza insospechada, lírica, tan necesaria en estos tiempos oscuros en que vivimos.

Isaac Gómez Calderón

GP: Cuando leí el libro por primera vez me despertó la curiosidad el título. Parece hacer referencia a una narrativa simbólica que se torna más intensa al conocer las voces de los personajes que habitan el interior del sus páginas. ¿Cómo definirías tu parábola?

IGC: Más que de personajes que habitan un libro, yo hablaría de un libro que sirve de habitáculo –templo, quisiera, a la manera en que en la Grecia antigua una forma específica contenía a un dios- a dos voces determinadas y a una tercera que no lo está. Estas dos primeras establecen un diálogo entre sí y son las del yo y la conciencia, las de lo divino y el poeta, las de lo eterno y un hombre en busca de la palabra de lo eterno. La tercera voz, elidida, implícita en todo el texto, pertenece a la persona a quien invoca el primer poema, «Lirio». Es una presencia femenina que anuncia el alba de la obra y sin la que es imposible el nacimiento, el parto del verbo. Ella sopla donde quiere.

Asimismo, y dado que esta no es una obra de ficción sino que se quiere poética en su sentido tradicional, es decir, perteneciente a lo que se ha dado en llamar la filosofía perenne (philosophia perennis), a mí no me gusta hablar de personajes sino de personas.

Este es un ejercicio artístico que se lleva a cabo en una landa solitaria sobre la que gravita, como un enorme cielo, la fe en la Imaginación que, como indica Victoria Cirlot en su maravilloso prólogo, es “exacta y precisa”: esto es otro modo de decir que las voces del libro no son ficciones en un sentido novelístico o prosaico.

Efectivamente se trata de poesía simbólica –que no simbolista. El símbolo se diferencia, como también se apunta en el prólogo, de la alegoría, “siempre muerta”. La alegoría se relaciona iconográficamente con el símbolo pero carece de la vitalidad y capacidad fecundativa de este. El símbolo es, en palabras de Valentin Tomberg, una “operación mágica, mental, psíquica y moral que despierta nuevas nociones, ideas, sentimientos y aspiraciones, lo que significa que requiere una actividad más profunda que la del mero estudio o explicación intelectual”. Juan Eduardo Cirlot, en el prólogo a la primera edición de su Diccionario de símbolos, menciona “la intuición de que, detrás de la metáfora, hay algo más que una sustitución de la realidad”, es decir, hay una realidad más alta, y crear es tras este velo un método o disciplina de conocimiento, o quizá una disciplina del recuerdo de esta realidad simbólica, elevada, desde la que manan, como si de una fuente se tratase, las aguas que desembocan en nuestro mundo físico. La materia es símbolo coagulado, llovido, convertido en laguna. Goethe: «Todo lo perecedero es un sólo símbolo, lo insuficiente llega hasta aquí; lo inenarrable está aquí cumplido, lo eterno femenino nos atrae».

Lo que hace a este libro diferente es que aquí el símbolo es la misma palabra, perecedera en cuanto posterior a Babel, eterna en cuanto Palabra. A través de la meditación en el lenguaje llegamos al Lenguaje. Es decir, este libro es ante todo la posibilidad para el lector de realizar una meditación sobre, en, con el lenguaje como símbolo.

GP: Este no es el primer libro que has escrito. ¿Cuándo y cómo empezó tu interés por la poesía? ¿Qué buscas en, con ella?

IGC: Efectivamente este es, en rigor, mi segundo libro. El primero, Menarquia del ave adolescente, lo concluí en 2004, hace ya trece años. Ocurre que fue publicándose de manera fragmentaria: en la antigua Ciberayllu, dirigida por Domingo Castilla, de la Universidad de Missouri. En el blog del poeta y traductor de Hilda Hilst, John Keene, con su traducción al inglés. En la antología Poesía para nadie, que publicó La Tapadera en Valencia en 2005. En la revista Lunas Rojas, donde habían publicado, entre otros, Juan Carlos Mestre o Enrique Falcón. En la revista Fósforo, dirigida por Gonzalo Esparza. Incluso uno de los poemas de aquel libro presentaba el catálogo de una exposición del escultor Gonzalo Serrano. Así que, como ves, el libro se publicó, pero de forma fragmentaria. No descarto publicar en el futuro Menarquia del ave adolescente completo, revisado y reescrito.

Te habrá llamado la atención el tiempo considerable que ha transcurrido entre aquel primer libro y este último, que escribí en seis meses de 2015. Más de una década de distancia separan a ambos poemarios. Este es un tema que aparece transfigurado en La parábola del arcoíris, el de esta década de silencio en la que no escribí ningún verso.

Más que el recuerdo de que en algún momento comenzara mi interés por la poesía, yo lo que recuerdo más bien es ser reclutado por ella -cuando yo no la conocía para nada. Tenía nueve años cuando escribí una serie de poemas sin saber muy bien lo que hacía ni cómo, pero que aún parecen interpelarme.

Y ya que me has hecho recordar, déjame agradecer a Amadeo Tàrrega, mi profesor de entonces, el no haber dejado inadvertidos aquellos versos infantiles y por haber mostrado, ya entonces, fe en mis cualidades como escritor.

En cuanto a si este libro ha satisfecho mis aspiraciones como poeta, por supuesto que no. Mi favorito ahora es el que he comenzado a escribir en Barcelona. Siempre es el que está en proceso. Sabes que La parábola fue escrito en Doha, Catar, donde viví los últimos seis años.

Podéis encontrar versos de Menarquia del ave adolescente y en forma de diseños y videopoemas en mi página de Instagram.

GP: A veces, leyendo el libro, me sobrecoge una gran soledad melancólica, como si los personajes que hablan a través del poeta estuviesen hablando para todos. ¿Es la poesía un ejercicio solitario? ¿Por qué esta Parábola del arcoíris parece contener una melancolía tan grande?

IGC: Has empleado dos palabras, soledad y melancolía, que están relacionadas pero no son lo mismo. En cuanto a la soledad, sí hay una ausencia de primer rango que precede a y es causa de este poemario: la ausencia de la palabra. En mi opinión no podemos experimentar soledad más intensa, ya que sólo somos merced a la palabra: «Kein ding sei wo das wort gebricht»: «ninguna cosa sea donde falte la palabra» (Stefan George).

Acerca de Stefan George, él es un poeta moderno capital y a mi mujer y a mí nos entristece mucho que no haya una versión satisfactoria en castellano de su obra, esto es y con todos mis respetos, escrita por un poeta español que conozca bien la lengua alemana aparte de la suya propia y no sea un mero traductor. Te digo esto, Gabriel, porque me gustaría contarte que mi mujer, Irene Büntemeyer, y yo, hemos comenzado la ingente tarea de traducción de George y pronto esperamos ver frutos.

Hay traducciones que cumplen una labor divulgativa, pero en el caso de George las versiones existentes en castellano le hacen, en nuestra opinión, un flaco favor. Deberíamos de aceptar sólo obras traducidas por poetas, como la excelente Hojas de hierba que hizo Eduardo Moga de la obra de Walt Whitman. Se nota (y mucho) que es un autor quien habla español a través de Whitman.

En cuanto a la melancolía, yo diría que hay algunos fragmentos que son como dices melancólicos, pero lo son de un modo dirimido, hay como una recapitulación de una melancolía que no tiene hoy presencia ni es reciente, sino que tiene que ver con la época de silencio que he mencionado antes.

No calificaría el libro de melancólico sino que precisamente versa sobre la luz que disuelve la melancolía, ese fluido negro que parece consumirse, como el petróleo, como el cadáver del tiempo, con la llama.

Y sí, la poesía es siempre un ejercicio solitario. Freud describe al artista como aquel que para relacionarse con los demás efectúa un magnífico rodeo. Su figura es en cierto modo análoga a la de quien marcha a la soledad del desierto en una búsqueda –en este caso, a la búsqueda de la palabra- y vuelve más tarde para compartir su fruto, hallazgo o verbo con sus semejantes. Al final todos escribimos para que nos quieran, como célebremente respondió Lorca a una pregunta acerca de su vocación poética. Claro está, los poetas queremos lo que quiere todo el mundo: amar, sobre todo; y si es posible, ser amados.

Lo que sucede es que la aventura de darle a quien amo lo mejor que conozco tiene o ha tenido para mí implícito el desierto, tiene implícita la soledad, no necesariamente melancólica. La hermosísima soledad del desierto.

GP: Una cosa que me llamó (mucho) la atención fue la adenda que se encuentra al final del libro. En ella te refieres a varias obras que versan sobre la eterna dualidad razón/emoción. ¿Es este un dilema para el poeta con vocación científica? Hablo de ti, claro (risas).

IGC: Acordé junto con mi editor -el director de Los Papeles de Brighton y también poeta Juan Luis Calbarro– completar el volumen no con una adenda que diseccionara los poemas vivos, sino como una serie de emblemas tomados de las innumerables imágenes raíces que hicieron posible el crecimiento orgánico de este poemario.

Mi idea era usar imágenes contemporáneas, como los diagramas vocálicos del Stimmung de Stockhausen, pero asuntos relativos a derechos de propiedad intelectual me obligaron a buscarlas en la antigüedad, en el medievo y en el periodo que va desde el comienzo de la edad moderna hasta el modernismo: la última imagen es la del Árbol de la vida de Gustav Klimt. Eran épocas en las que, de todos modos, ya había buscado, y que me son también contemporáneas en cuanto que, mediante la palabra, coexisten conmigo aquí y ahora.

En cuanto al dilema razón versus emoción al que te refieres, no creo que se trate tanto de esa oposición, sino de la dupla razón (no versus) y espíritu. No creo que en estos tiempos el objeto del arte deba ser, al contrario de lo que parece aún pensarse, el sentimiento o la emoción, y la pasión mucho menos. Al respecto recomiendo leer De lo espiritual en el arte, de V. Kandinsky.

La verdadera oposición de que se trata en la adenda es la de ciencia versus arte, intelectualismo versus esteticismo; en resumen, la pretendida y anticuada oposición entre dos modos de conocimiento supuestamente enfrentados: el disgregador y analítico del intelecto y el espiritual que corresponde a toda obra de arte auténtica. Que la oposición es sólo aparente es lo que intento, entre otras cosas, sugerir con la serie de emblemas que componen la adenda. Como he dicho, esta complementa, no explica, el texto poético. Así que ser un poeta con cierta formación científica no es tanto un dilema como una bendición. Una ciencia espiritual y un arte científico es lo que buscaron figuras enormes como Goethe.

GP: En tiempos en los que la “razón” parece ser una especie de mantra, la poesía parece un ejercicio hermético de subjetividad. Un amigo mío, también poeta, me dijo una frase que parece traducir un fuerte sentimiento de rechazo contra esta supremacía de la razón: “necesitamos reencantar el mundo.” ¿Qué piensas? ¿Nos hemos perdido un poco en los caminos de la razón?

IGC: Te agradezco que me formules esta pregunta y que lo hagas de este modo, porque prácticamente estás describiendo la misión del arte: la de encantar el mundo. Si se trata de reencantar, hemos de suponer que lo que estuvo encantado ya no lo está, asumimos una infancia y un paraíso perdidos y entramos de lleno en la teleología con la promesa, o aspiración, de reencantarlo: de vestirlo de nuevo con su viejo fuego o bien, como prefiero, con una gloria nueva.

Pero yo, y aquí difiero de tu compañero, no creo que la facultad racional sea problema alguno en esta tarea de (re)encantamiento. Al contrario. Y tampoco creo que vivamos en un mundo que se caracterice por estar ordenado de acuerdo con criterios racionales: no hay más que contemplar el irracionalismo y la brutalidad crecientes, casi animales, de nuestro tiempo. Creo que la crítica de tu compañero habría que dirigirla contra la tiranía de la tecnología, no de la razón. Y aún así mi posición sería la misma: si la razón te limita, ilumínala con el arte: si la tecnología te oprime y la simultaneidad devora el espacio de tu interioridad, ilumínala con el arte.

(Cinema e Artes, Fortaleza, 28 de abril de 2017. Entrevista original en portugués, aquí. En castellano, aquí. En inglés, aquí).