Eduardo Moga sobre sus ‘Décimas de fiebre’

Así se titula mi último libro, que acaba de aparecer en Los Papeles de Brighton, la editorial que ha creado en el Reino Unido mi buen amigo, el poeta y crítico Juan Luis Calbarro, otro friqui de la literatura, como yo, y anglófilo declarado. He dicho que «acaba de aparecer», y no es exactamente así: el libro solo aparece si se compra. Hasta ese momento, es solo una realidad virtual, una anticipación, una posibilidad. Los Papeles de Brigthon, como ya he explicado en este mismo blog, es una editorial digital a demanda, es decir, edita los libros y los cuelga en una plataforma digital, Amazon, donde quedan a la espera de quienes los compren. Cuando este hecho prodigioso -la compra- se cumple, el libro se imprime materialmente y se le envía al adquirente por correo postal, a la dirección que haya indicado, sin coste adicional: en unos pocos días el volumen está en su casa. Un sistema así, obviamente, ahorra los costes más onerosos para cualquier editorial: el gasto excesivo de papel, el almacenamiento y, sobre todo, la distribución. Poco a poco, aunque cada vez con más fuerza, lo digital va penetrando en un modelo de negocio que difícilmente le sobrevivirá, por su mucha mayor agilidad, difusión y economía, y, en general, en un mundo, el de la cultura, asentado en inventos de hace siglos, si no milenios, como el papel y la imprenta.

Eduardo Moga

Décimas de fiebre es un conjunto de 56 espinelas escritas en 2012. ¿Por qué elegí esta forma estrófica? Pues por la misma razón por la que antes había firmado conjuntos de sonetos o de poemas romanceados, un libro de sextinas –Seis sextinas soeces– y hasta un volumen de haikus –Los haikús del tren-: porque me gustan las formas que miran hacia sí mismas, como minúsculos ouróboros, el «pequeño y perfecto espacio» que delimitan, en palabras de Fernando de Herrera. Me seduce el encaje hermético del poema: ese clic que hace cuando uno abrocha, con exactitud, cada verso, cada rima. Constituye también un desafío encerrar en un molde tan exiguo un pensamiento o una acción: hacerlo requiere una domesticación de la sensibilidad y, a la vez, una ductilidad de la inteligencia que no están en mí de manera natural, y que se me antojan muy saludables. Además, en mi caso, las estrofas cerradas son terapéuticas. Yo tengo una malsana tendencia al poema largo, al derramamiento y aun al exceso. Y lo torrencial, si no está bien encauzado, es siempre un peligro. Las formas breves me ciñen, más aún, me encadenan, pero eso está bien: actúan como un cíngulo o corsé que refrena mi pasión por decir. Un buen amigo, José Ángel Cilleruelo, aunque no padece mi mal, suele utilizar estructuras matemáticas para construir muchas de sus obras, que funcionan al modo de mis estrofas tradicionales: libros de siete capítulos, poemas de siete versos y versos de siete sílabas; o bien poemas en prosa de cien palabras, o de cien caracteres. Cosas así. Las fronteras algebraicas son límites, pero también estímulos. La necesidad de satisfacer unos requisitos formales es mayéutica: reclama la idea, y ayuda a alumbrarla. Por eso José Ángel se ayuda de esos mecanismos, y yo de sonetos, sextinas o espinelas. En Décimas de fiebre se conjuntan cuatro líneas creativas: la satírica, la descriptivo-paisajística, la amorosa y la existencial. En mí siempre ha habido una tendencia natural a la sátira: suelo reparar primero, en las personas y las cosas, en lo más digno de reproche, en lo más risible o insustancial. También me sucede cuando me miro al espejo. Algunas veces, esa inclinación congénita se refuerza por la necedad mayúscula del o de lo observado, en cuyo caso el poema es inevitable, y seguramente cruel. Sin embargo, también aquí he de controlarme, porque la burla inmoderada acaba dañando a quien la profiere: el principal satirizado por la sátira es el satírico. Uno no puede ser poeta solo para zaherir a lo demás. Y, si lo hace, es que no es poeta del todo. Por eso mis invectivas responden a una querencia que no puedo ocultar, y que, a la vista de algunos, me parece sobradamente justificada, pero solo constituyen, solo pueden constituir, una porción limitada de lo que escribo. Por descriptivo-paisajísticos me refiero a un conjunto de poemas que solo pretenden dar cuenta instantánea de lo que sucede: de una escena, una imagen o un acontecimiento fugaz, pero en cuya fugacidad, precisamente, radica una insospechada solidez: la certeza de que esa realidad es permanente, e indestructible, en su propia evanescencia, y en mi memoria. En ellos cuento la aventura de una abeja que liba una flor en mi balcón, o de unos rayos de sol que se filtran por entre los árboles en un parque de Barcelona, o de una camarera que me sonríe al entregarme el café que me tomo (que me tomaba) por la mañana, antes de entrar en el trabajo. Son poca cosa, pero me bastan. En cuanto a los poemas de amor, no podían faltar: el amor -su resistencia, su recuerdo, su ausencia, su esplendor- es uno de los pocos báculos con que contamos en este caminar desvencijado hacia la  muerte, y su deriva erótica nos ayuda a recrear sus mejores consecuciones. Finalmente, las espinelas existenciales solo pretenden abundar en lo que llevo escribiendo desde siempre: la incomprensión del ser, la incomprensión de ser, y la angustia de la muerte: de no ser. Hacerlo no me satisface especialmente, pero, como el vizconde de Valmont, no puedo evitarlo. Uno escribe lo que es, y eso es lo que, para bien o para mal, a mí me define: el terror a la nada y el correspondiente, y estremecido, amor a la vida.

Varias décimas de Décimas de fiebre ya han visto la luz en algunas publicaciones. La muestra más amplia -ocho composiciones- apareció en el núm. 360 de Quimera, correspondiente a noviembre de 2013: allí puede apreciarse lo que son, o lo que aspiran a ser. Y no quiero cerrar esta entrada sin mencionar que el libro cuenta con un prólogo de Juan Manuel Macías, que atendió mi ruego con su amabilidad y buen hacer acostumbrados. Para quien esté interesado en el libro, me remito a Amazon y a la propia editorial. Un libro, cualquier libro, siempre depende de sus lectores, pero en este, como en todos los publicados digitalmente, esa dependencia es física. Ojalá pueda encarnarse en papel muchas veces.

(Del blog de Eduardo Moga, Corónicas de Ingalaterra)

Eduardo Moga (en prosa y verso), por Juan Manuel Macías

Como el sueño y la vigilia, el verso y la prosa no dejan de ser meras convenciones. Los primeros, para entender nuestro catálogo sucesivo de noches y de días; y los segundos, como límites y formas de la escritura, el texto y las artes gráficas. «Y, si no –vendría a decir con más razón que un santo Juan Ramón Jiménez– que se lo pregunten a un ciego». Precisamente, el poeta Eduardo Moga, hábil y audaz viajero por los infinitos puntos que unen las dos orillas, acaba de regalarnos a sus lectores, casi sin solución de continuidad, un libro de versos y otro de prosas, y por ambos circula a su albedrío (para escucharla más que para verla) la siempre difícil, contradictoria y rara poesía. Sirva esta apresurada nota que aquí cuelgo para saludarlos.

El libro de versos se titula Décimas de fiebre y está editado por Los Papeles de Brighton, joven e interesante proyecto editorial puesto en marcha por el escritor y crítico Juan Luis Calbarro, a quien, de paso, deseamos desde aquí mucha suerte y éxitos en este viaje. Un volumen compuesto por –nada menos– cincuenta y cinco décimas espinelas, esa estrofa de arte menor cuyos delicadísimos cascabeles hicieron sonar con tanta gracia poetas del 27 como Jorge Guillén, Cernuda o Gerardo Diego. Las décimas de fiebre del poeta barcelonés no les van a la zaga:

Tengo años cuarenta y nueve,
que es lo mismo que decir
media vida sin reír
o tengo cuarenta y nieve.
No Eduardo: me llamo llueve,
y me inquina una tormenta
meticulosa, una lenta
casi nada que me guía,
con precisión de gumía,
a un ataúd de cincuenta.

Para este libro, buen ejemplo de que el arte, al igual que la naturaleza, también escoge a veces la simetría, un servidor ha tenido el honor de escribir un breve prólogo. Por lo demás, en este enlace pueden acceder a la editorial para adquirir el libro directamente. Imperdible:

https://lospapelesdebrighton.com/2014/02/12/eduardo-moga-decimas-de-fiebre/

El libro de prosas, La pasión de escribil [Relato de tres viajes a hispanoamérica] está editado, con su cuidado y pulcritud habituales, por la sevillana Isla de Siltolá, la benemérita, imprescindible editorial del poeta Javier Sánchez Menéndez. Un volumen que se imanta a las manos vertiginosamente,  y al que cuesta Dios y ayuda colocarle el marcapáginas. Narración tan caudalosa como grata, de extensos pero precisos y biselados horizones, donde Moga consigue llevar en volandas al lector de ola en ola, de la intensa pulsión lírica a la ironía más mordaz, sucesivamente, como un moderno Cabeza de Vaca sin navío, que da cumplida crónica ante su atónito auditorio de los naufragios que pueblan ese curioso mar conocido como «la vida literaria».

(Del blog de Juan Manuel Macías, Las diosas y las nubes)

Entrevista con Julio Marinas en Onda Cero Zamora

El poeta habla de su/nuestro libro, Poesía incompleta (1994-2013):

Eduardo Moga / Décimas de fiebre

Décimas de fiebreEduardo Moga, Décimas de fiebre, 88 pp.
Colección Minúscula, 5
ISBN: 978-84-945158-9-7 (segunda edición)

Nos enorgullece lanzar el nuevo libro de Eduardo Moga: Décimas de fiebre, en el que el barcelonés vuelve a indagar en su mundo poético mediante un formato clásico que exige concisión y precisión: la décima clásica. En palabras del prologuista, Juan Manuel Macías, la décima es

un juego de espejos y simetría, un discurso en miniatura con la apariencia de estar cerrado sobre sí mismo, circular como ese curvo firmamento de la décima de Jorge Guillén que hace de lema y pórtico a este poemario.

Divertidísimas décimas satíricas se alternan con poemas de hondura existencial: Moga en estado puro.

A la venta la segunda edición (2017), que incorpora un epílogo de Agustín Calvo Galán.

Nacido en Barcelona en 1962, Eduardo Moga es licenciado en Derecho y licenciado y doctor en Filología Hispánica. Es autor de, entre otros, los poemarios Ángel mortal (1994), La luz oída (1995, Premio Adonáis), El barro en la mirada (1998), Unánime fuego (1999), El corazón, la nada (1999), La montaña hendida (2002), Las horas y los labios (2003), Soliloquio para dos (2006), Los haikús del tren (2007), Cuerpo sin mí (2007), Seis sextinas soeces (2008), Bajo la piel, los días (2010), El desierto verde (2011), Insumisión (2013) y Muerte y amapolas en Alexandra Avenue (2017). Shearsman le ha publicado una antología poética en versión inglesa: Selected Poems (2017). Crítico, traductor y ensayista, ha publicado dos volúmenes de Corónicas de Ingalaterra (2015 y 2016) y varios volúmenes de viajes y de crítica literaria. Codirigió la colección de poesía de DVD Ediciones (2003-2012) y desde 2016 dirige Editora Regional de Extremadura. Vive en Mérida.

Comprar: € 12,48

Un poema de Julio Marinas en ‘La espiral de Joseph K’

El blog cultural La espiral de Joseph K de José Gregorio Ojínaga reproduce hoy el poema «Desaparecidos», del poemario Meditaciones tras el combate, incluido en el libro Poesía incompleta (1994-2013) de Julio Marinas. ¡Gracias!

Podéis leerlo aquí:

Cabecera de 'La espiral de Joseph K'