Basilio Fernández: entre el abismo y la consagración, sobre ‘El esplendor y la amargura’, de Eduardo Moga

Moisés Galindo
Por Moisés Galindo

El esplendor y la amargura. La poesía de Basilio Fernández, el fascinante y voluminoso libro —un kilo doscientos gramos de peso y casi setecientas cincuenta páginas en edición impecable de Los Papeles de Brighton— del poeta y crítico Eduardo Moga, viene a subsanar una antigua deuda con uno de los poetas españoles más fascinantes y secretos del siglo XX: Basilio Fernández. El que suscribe esto —otro larreísta nacido, curiosamente, un mismo día de julio— tampoco lo conocía, hasta que, a finales de la primera década del siglo XXI, el autor de La luz oída (1996), Insumisión (2013) o Mi padre (2019) le comentó que estaba preparando su tesis doctoral sobre un autor prácticamente desconocido que apenas si había publicado en vida un puñado de poemas, pero que era excepcional. Así lo demostraban las pocas ediciones de su poesía —Poemas (1927-1987) en la desaparecida Libros del Pexe (1991), Antología poética en Edilesa (2007) y Antología. 1927-1987 en Trea (2009); todas con edición o selección, introducción o presentación, y notas, de Emiliano Fernández, su sobrino; su Poesía completa (1927-1987) saldría posteriormente en 2015 en la editorial Impronta, también con edición a cargo de Emiliano Fernández— que la concesión del Premio Nacional de Poesía en 1992, a título póstumo —el único hasta el momento—, ayudó a ampliar.

El esplendor y la amargura es la transcripción, ampliación y puesta al día de la tesis doctoral que Moga defendió allá por el 2011; el estudio más extenso y completo de la poesía del poeta leonés, afincado en Gijón hasta su muerte en 1987. El título del libro sintetiza las dos esferas que interactúan constantemente en su obra: la deslumbrante imaginería verbal propia del creacionismo —que, poco a poco, se fue esencializando— junto a una hondura existencial dominada por el sentimiento de decepción y derrota que se acentuaría con el paso de los años: «el deslumbramiento de la forma, la crepitación exultante del lenguaje y, al mismo tiempo, la oscuridad superlativa de la angustia». Un «descenso a los infiernos», como escribe Moga, que tiene que ver con las complejidades de su pensamiento y las contradicciones que le suponía integrar en su vida la continuidad del negocio familiar y su propio sustento, con un destino como poeta especialmente dotado: «nací a la extrañeza, / y al bienestar de los rincones familiares, / discontinuo y sin sueño / como el que no espera visitas. / Nunca necesité afanes para diluirme, / ni testigos para la emancipación al menudeo; […] Ahora me asomo a los proyectos olvidados / y a las citas equivocadas en los planes del / viento. / Solo una mano inadvertida repara la tramoya», escribe en el poema «El 28 de julio de un año sin gloria».

Y, como él mismo anota en otro de sus poemas, la «dejadez» sentida, la inconsistencia y levedad de cualquier acción humana —sin propósito último—, decanta la balanza hacia un paulatino aislamiento y adelgazamiento de su obra —y de su vida como poeta— hasta hacerla prácticamente desaparecer. Como los casos de Emily Dickinson o Agustín Gómez Arcos —que, o no vio publicada la obra en vida, o era, a pesar de la consideración internacional, un completo desconocido en su país de origen—, Basilio Fernández es un extraordinario poeta marginal, un verdadero outsider de las letras, que Eduardo Moga disecciona con elegancia —véanse las sutiles correcciones al albacea del legado de Basilio Fernández— y precisión —la estructura arborescente del volumen abarca los aspectos más relevantes de su temática y retórica, y el extenso aparato de notas que lo acompaña es como otro libro dentro del libro que amplifica y enriquece su interpretación—, mediante un lenguaje modulado, imaginativo, y riquísimo —se nota, y mucho, el poeta que lo acompaña— que lo alejan de la escritura, casi siempre enlatada, de este tipo de estudios doctorales.

En este sentido, al igual que Un cor furtiu, de Xavier Pla, la monumental biografía de Josep Pla, El esplendor y la amargura, el ensayo más importante hasta ahora sobre el poeta y la poesía de Basilio Fernández, tiene el mérito de leerse como una novela, como una suerte de ficción filológica que convierte su lectura en algo mucho más atractivo y memorable; la oportunidad de una experiencia que no deberíamos desaprovechar.

Cubierta de 'El esplendor y la amargura', de Eduardo Moga

(Publicado en Qué Leer, 1 de diciembre de 2025)

‘El esplendor y la amargura. La poesía de Basilio Fernández’: el rescate de un leonés desconocido

Eduardo Moga rellena todos los vacíos de la vida y la obra del poeta Basilio Fernández López (1909-1987) en El esplendor y la amargura, un espléndido estudio académico, imprescindible en las bibliotecas universitarias.

Por Marta Prieto Sarro

En junio de 1992 se produjo un hecho insólito: el Premio Nacional de Poesía se otorgaba a título póstumo en la persona de Basilio Fernández López por el conjunto de su obra, titulada Poesía 1927-1987, que había visto a luz también después de la muerte de su autor. El fallo del premio del Ministerio de Cultura pilló a la mayoría de los críticos literarios, por no decir a todos, a contrapié. Porque, por si ambas circunstancias ya eran extrañas de por sí, resultaba que su autor era un absoluto desconocido. Tras las líneas que Eduardo Moga rescata en la prensa del momento quedan patentes el estupor y la perplejidad vividos junto a las dudas sobre la calidad de sus poemas.

Cubierta de 'El esplendor y la amargura', de Eduardo Moga
Cubierta de El esplendor y la amargura, de Eduardo Moga

Sin embargo en León, la provincia de la que era natural el poeta, sí había quien le conocía. De mi entorno más próximo, José Enrique Martínez, profesor universitario y crítico literario en el suplemento cultural Filandón de Diario de León cuyas páginas capitaneaba con asombrosa lucidez (e inmediatez) Alfonso García Rodríguez. También estaban al corriente Antonio Gamoneda, involucrado claramente en la concesión del galardón, como más tarde se sabría, y convertido en descubridor de su obra para otros, incluido Eduardo Moga. Y Francisco Martínez García, que en su obra Historia de la Literatura Leonesa, publicada en 1982, había dejado escritas sobre él unas líneas preciosas al considerar que tal vez era «el único poeta leonés que tenía su reloj puesto a la hora del mundo, sin atrasos seculares». Aunque yo para entonces no le conocía, presumo que Tomás Sánchez Santiago también conocía la obra de Basilio Fernández a quien después calificaría como poeta «clandestino». No obstante, se trata de una lista que no pretende ser exhaustiva: habría más, por supuesto.

Basilio Fernández, el de Valverdín

Eduardo Moga, poeta y crítico él mismo, comienza su brillante estudio El esplendor y la amargura precisamente con aquella extrañeza, cuyas causas estaban más que justificadas. Basilio Fernández había nacido en Valverdín (León) en 1909 pero la familia se había trasladado siendo él niño a Gijón, donde regentó un almacén de ultramarinos. No puede decirse que fuera, en absoluto, un desarraigo, pero en el lugar se perdió su rastro a pesar de que él lo convertiría en materia poética. En Gijón trascurrió el resto de su vida, ligada a aquel negocio en el que nadie atisbó jamás su escondida afición al verso que solamente se puso de manifiesto tras su muerte en 1987. Fue de la mano de su sobrino Emiliano Fernández Prado (pues el poeta tampoco tuvo hijos) quien encontró aquel tesoro y lo publicó en 1991 en la editorial asturiana ya desaparecida Llibros del Pexe con el título de Poemas (1927-1987). Una nueva edición revisada y ampliada aparecería en 2015 publicada por la editorial Impronta.

A pesar de aquel reconocimiento, el extraño poeta ha seguido siendo un desconocido. Al menos en la que fue su tierra de nacimiento donde no recuerdo que, de manera pública, se haya reivindicado su memoria.

Basilio Fernández, primer plano
Basilio Fernández

Por eso ha sido todo un regalo la aparición de El esplendor y la amargura, una voluminosa publicación que transita por la biografía de un hombre que parecía que no tenía biografía (una apariencia fruto del desconocimiento), que bucea en sus relaciones literarias (que las tuvo en un época precisa de su vida: Gerardo Diego, Torrente Ballester, José María de Cossío, Luis Álvarez Piñer, Dionisio Ridruejo, Alberti) y que ofrece una interpretación espléndida y profunda de su poesía, de su discurrir por los ismos (ultraísmo, creacionismo, existencialismo), de sus influencias literarias y de los temas que la sustentan: la fugacidad del tiempo, la belleza, el amor, el caos, la vanidad, la luz, la oscuridad, la tristeza…

Todos saben que la codicia de vivir
cae fuera de propósito,
y que el tiempo clava el acontecer
sin treguas ni patrañas.

Eduardo Moga recorre la poesía de Basilio Fernández para encontrar en ella «el sufrimiento por haber abandonado un proyecto de vida como escritor y los ideales de la juventud: la literatura, el amor y la libertad». Pero también, y esto resulta extraordinario, «el deslumbramiento de la forma, la crepitación exultante del lenguaje y, al mismo tiempo, la oscuridad superlativa de la angustia». Ahí están, pues, las claves que explican el título del estudio.

Gran estudio académico

No creo que exista la menor duda de que El esplendor y la amargura resulta hoy un estudio académico imprescindible sobre Basilio Fernández López que, al decir de Eduardo Moga, es «uno de los más silenciosos, desconocidos y mejores poetas españoles del siglo XX». Y que hoy está, más cerca que nunca de sus lectores. Sobre todo de los leoneses en cuya montaña nació, en una diminuta aldea del Torío:

El 28 de julio de un año sin gloria
Nací a la extrañeza
Y al bienestar de los rincones familiares,
discontinuo y sin sueño
como el que no espera visitas.

El esplendor y la amargura. La poesía de Basilio Fernández
Eduardo Moga
Los Papeles de Brighton, 2025
756 páginas

(Publicado en Heraldo de León, 18 de noviembre de 2025)

Fulgencio Martínez reseña ‘Días del indomable’

Alfredo Rodríguez ha publicado Días del indomable. Diario de un poeta (2010-2011) en la Colección Mayor de la editorial Los Papeles de Brighton. Se trata de una colección de textos hilvanados por la interrogación sobre el sentido que hoy pueda tener la escritura de poesía y, por extensión, la literatura y la cultura mismas. Desde el primer texto, que arranca con esta frase problemática o lapidaria, según el tono que el lector quiera darle: «Nos hemos acostumbrado a vivir sin poesía», dice Alfredo Rodríguez. «Hoy (el poeta) es un individuo extraño, sospechoso». «¿En qué consistirá la vida de poeta?, se pregunta una y otra vez la gente del común?».

Inevitablemente, todo diario crea su propio territorio interior, y para ello la voz narradora precisa afinarse en el trato de algunas obsesiones o preguntas. En el caso de Días del indomable, serán las cuestiones metapoéticas, la reflexión sobre el oficio de poeta ese leitmotiv y marca de territorio. Pero, además, el diario ha de construir su espejo, es decir, un lugar de observación, desde el que reconocerse y desde el que descifrar la vida. Pues, básicamente, un diario personal es un intento de descifrar el mundo, la vida propia o la vida en toda la extensión del término. Y no es poca cosa este empeño, ni hemos –los lectores, invitados a ese círculo– de tomar a egolatría la pasión del diarista por distinguirse del vulgo gris, o simplemente del público indiferente del siglo. El diario mantiene el sello romántico del individuo excepcional. Desde la novela epistolar a manera de diario del Werther, de Goethe, hasta los diarios filosóficos del gran poeta italiano Giacomo Leopardi, o del atormentado Sören Kierkegaard, hasta, ya en el siglo XX, Diario de un poeta recién casado, de Juan Ramón Jiménez (este en verso y prosa, modernísimo), y los diarios de otro gran escritor italiano, Cesare Pavese (Oficio de vivir, Oficio de poeta), llega al mundo actual, de internet, donde todo quisque lanza al aire sus bagatelas (recordemos, incluso, hace nada, la moda de los aforismos, que ha dado pie a banales títulos publicados y a sinfín de tuiteros compulsivos).

Alfredo Rodríguez deja constancia de esa banalización del oficio de poeta a la vez que se banaliza la confesión que era el género de experiencia que transmitía el diario illo tempore. Incluso, aunque el diario tuviera la vocación inconfesable (o confesada, qué más da) de hacerse público, era una convención aceptada que solo se mostraba a unos elegidos. Entre el autor y el destinatario o destinatarios del diario había una secreta correspondencia en la discreción. Todo el mundo que se preciara, en aquella época romántica, era autor o autora de un diario personal; el elitismo del género literario del diario se daba por consabido.

Las nuevas tecnologías y la banalización de la comunicación -no solo la literaria- han ahondado en la crisis del género diario. Alfredo Rodríguez es muy consciente de ello. Lo característico y creo que más valioso de su diario es que el poeta asume el preguntar por su vocación misma y lo hace con una escritura valiente, sin falsa modestia y sin los filtros que impone la corrección estupefaciente que echa a perder algunos bienintencionados productos culturales del día.

Cree Alfredo Rodríguez que, al final, la poesía es un «intercambio cultural», cosa entre poetas, aunque estos unas veces sean los lectores, otras los mismos editores, poetas de vocación, y casi siempre malos poetas.

«¿Y qué tiene que ver la poesía con la política?». Alfredo Rodríguez mantiene, como pocos poetas hoy hacen, la mirada a la hidra del poder. No se arredra ante aquellos que pueden o no catapultar al poeta en su viaje al Parnaso efímero de una feria, un premio o una estancia en la corte virreinal en «Napoles», que diría don Luis de Góngora. Nada tienen que ver, pero «¿por qué hay gente que se ha empeñado y se empeña siempre en mezclarlas?»». Y concluye así Alfredo Rodríguez: «Siempre los mismos. Siempre ahí, al pie del cañón, tratando de medrar…» Debería interesarnos mucho esta reflexión novedosa, en boca de un poeta consciente y en plena madurez, como es el poeta navarro. Constata y denuncia a la vez. Sin dar gritos, como una verdad dicha con el corazón abierto y con la ingenua constatación de un ser recién advenido al mundo y con la madura agudeza del estilo, en lo cual consiste el punto crítico del poeta, su lugar de observación a prueba de cualquier engaño, o peor, autoengaño. Un poco con esa misma lucidez –mezcla sencilla de ingenuidad y de agudeza curada de espanto– del autor de esa especie de diario que es la prosa cartesiana del Discurso del método.

No crea el lector, sin embargo, que en estas páginas del diario de un poeta no pueda haber lugar a las «risas» y a la admiración hacia los maestros, los poetas que le han afirmado en su vocación y dado ejemplo al autor de una resistencia moral y estética invencibles; indomables como él. Y como ese mismo diario en que están escritas las preguntas (más preguntas que respuestas) que cualquier escritor, tanto si empieza en el oficio como si se encuentra en medio de su carrera, debería hacerse.

Acierta Rodríguez a darle forma literaria a un tema metapoético, manteniendo el acuerdo, siempre frágil, entre el tema elegido, el punto de observación, crítico y sereno (con seriedad a la vez que jovialidad de niño o de dios), y el género del diario, el cual, más que el ensayo, está hoy en cuestión por el riesgo de banalizar cuanto toca. De ese modo sabiamente evita la página erudita intercalada en las anotaciones o la autopredicación a expensas del lector en que suele incurrir el diario. El autor de Días del indomable maneja, además, una prosa ágil, sencilla y de línea clara. En suma, Días del indomable es un libro que creo atrapará desde sus primeras líneas a aquellos que se sientan incómodos en la pendiente acrítica en que se mece desde hace tiempo la cultura española, y en particular la cultura literaria, donde los escritores medran y callan y viceversa. Pero también gustará a quienes amen lo maravilloso, como dice el autor del diario: la maravilla de ciudades como París, la amistad y la entrega sincera mantenida a lo largo de los días, no solo vivencia de un instante de fulgor. Y gustará, en fin, a aquel o aquella joven que empiece a amar la poesía, o a practicar un arte o tarea que le apasione y por el cual, sí, merezca vivir. Para el cual merezca vivir. Diario del indomable termina con estas líneas, en las que el autor confirma «lo que ya tenía él claro, en mente desde muy joven: que sin poesía la vida no vale nada. Eso pretende, a mi entender, este libro… Aquí queda dicho». Es esa transformación del valor de una tarea en el valor de la vida de quien la practica lo que, en el fondo, este libro nos transmite y el valor que nos contagia, casi sin darnos cuenta. Desde la fragilidad y la sencillez de quien todavía busca, como el poeta; como el gran poeta que es Alfredo Rodríguez.

(Publicado en Ágora. Papeles de Arte Gramático, Nueva Colección, núm. 19, parte 1, Alcantarilla (Murcia), verano de 2023, pp. 115-118).

Santos Domínguez reseña ‘Días del indomable’

“Aún hay algo peor que creerse muy inteligente y no serlo, o peor que creerse muy guapo y no serlo. Y es creerse buen poeta, estar convencido de ello por activa y pasiva, y no serlo de ningún modo. Al contrario, ser un muermo, un paquete contra reembolso, un cazo escribiendo versos.

A veces uno se cansa ya de mentir y se dice a sí mismo que basta. Basta ya de bailarle el agua a la gente del mundillo poético. Hay que ser capaz de decir las cosas claras en este terreno tan pantanoso de la poesía. Al pan, pan, y al vino, vino.
Y si uno mismo tiene que dejar de escribir, porque sus poemas son verdad un castañazo, pues deja y ya está.

Que no pasa nada por dejar de escribir poesía. Nadie se ha muerto por eso. Uno se dedica a otra cosa en que pueda hacerlo mejor y santas pascuas. Algo habrá por ahí…”, escribe Alfredo Rodríguez en Días del indomable. Diario de un poeta (2010-2011), un dietario sin fechas que publica Los Papeles de Brighton.

Un diario intenso y lúcido, apasionado y divertido por el que desfilan maestros y amigos (José María Álvarez, Antonio Colinas, Martinez Mesanza, Miguel Ángel Velasco, Luis Alberto de Cuenca, Brines o Mestre) a los que rinden homenaje la palabra y la mirada de alguien como Alfredo Rodríguez, que se siente poeta por voluntad y por destino y ha hecho de la poesía su apasionada razón de vida como lector y como escritor, porque sabe que “la poesía o se tiene dentro -impronta indeleble- o no se tiene.”

Miguel Sánchez-Ostiz señala en su prólogo que “Días del indomable es un devocionario (laico y muy literario) porque de devociones trata: gente, momentos, libros, lugares… devociones y entusiasmos de un indomable. Poeta en marcha Alfredo Rodríguez, incansable a lo que se ve, en pos de vivir para la poesía y por ella, y por un ideal de belleza épica en una época que de épica tiene más bien poco.”

La vida y la literatura, las lecturas y los viajes, las notas de lectura y el cine. París y Venecia, la música de Albinoni y la de Héroes del silencio, Museo de cera y los Tratados de armonía, Europa y Noche más allá de la noche comparten estas páginas con las evocaciones íntimas, con las conversaciones y la experiencia paradójicamente sanadora de la enfermedad, con las reflexiones sobre la poesía o la ironía ante la cucaña de los poetas y la pequeñez del turbio mundillo literario local, igual en todas partes y superpoblado por “pretendidos poetas, escribidores de poesía doméstica y ramplona, licántropos de la literatura.

Y se indigna cuando denuncia que “lo malo de la poesía es que cualquiera -cualquier gañán- emborrona diez o doce frases juntas, más o menos conexas o, mejor, inconexas -quiero decir, que no siguen un discurso racional lógico (sí, eso vende mucho)- y ya se cree poeta. Ya se cree a sí mismo capacitado para salir ahí a la arena del circo a dar cauce a su burda emotividad y decir que es poeta y que desde siempre lo ha sido. Grandeza innata la suya. Ejem…”

Porque “las vanidades exacerbadas y ciegas, negras envidias y podredumbres del alma, los rencores y venganzas, zancadillas y sucias jugarretas campan por sus respetos entre poetas y vanos escribidores de versos que juegan a ser poetas”, afirma Alfredo Rodríguez, un poeta verdadero que conoce esas cuevas poéticas por dentro y añade desde fuera, con mirada distante y comprensiva: “Ya sabemos que la vanidad es una enfermedad profesional de los poetas […] Pero eso no es malo. Al contrario, es bueno, es normal que así sea. La vanidad es congénita al hecho de la creación poética y artística”.

No es cuestión de desmentirle. Así que dejo aquí este capítulo en el que incorpora las mías a su brillante lista de iniciales de poetas maestros y amigos cuando evoca “el nombre de un poeta amigo, ya un maestro, SD -el autor de Las provincias del frío o En un bosque extranjero– que tiene la amabilidad de enviarme una plaquette con los poemas de una lectura en Alcobendas bajo el título De la lengua al ojo. Porque los versos de SD tienen el colorido de la obra maestra. Se perciben a través de los sentidos y tienen efecto inmediato sobre la conciencia. Se lo dije el otro día a él personalmente: «qué elegancia, qué clase tienen tus poemas, amigo. Respiran hondura y pureza a partes iguales. Qué pena no tener por aquí, por esta tierra, un poeta de tu altura, para poder beber de ti desde más cerca». Con esa manera suya de concebir la poesía, esa experiencia tan intensa. Y su línea de belleza, balaustrada de oro. Empaparnos ahí bien. Sentirla bien cerca”.

(Publicado en su blog En un bosque extranjero, 23 de mayo de 2023)

Natalia Carbajosa reseña ‘Delicada Delhy’, de Tomás Sánchez Santiago

El escritor Tomás Sánchez Santiago lleva más de dos décadas acompañando a la figura y la obra de la pintora Delhy Tejero (Toro, Zamora, 1904 – Madrid, 1968), rescatándola del olvido y alumbrando en su justa medida las zonas oscuras de una artista fascinante en la que vida y arte forman un todo indivisible y coherente, incluso en sus aparentes contradicciones. El fruto más evidente de esta investigación minuciosa y entregada vio la luz en 2004 con la publicación, por parte de Sánchez Santiago y María Dolores Vila Tejero, de los Cuadernines (editada por la Diputación de Zamora y reeditada en 2018 por la editorial Eolas), breves anotaciones a modo de diario interior que la autora escribió a lo largo de más de treinta años de carrera artística. Los seis ensayos que conforman este nuevo volumen vienen a ser una especie de notas al margen, igualmente deudoras de las investigaciones llevadas a cabo por Sánchez Santiago desde finales del siglo pasado; pruebas de un redescubrimiento que, muy acertadamente, no culmina con la atención exclusivamente a la obra pictórica, muralista, gráfica y decorativa de Delhy Tejero. De ahí que el acompañamiento del término “personalidad” a “obra” en un título ya de por sí atrayente, Delicada Delhy, no sea baladí.
        La biografía de Delhy Tejero, compañera en la academia de Bellas Artes de San Fernando de otras pintoras como Maruja Mallo y Remedios Varo, alumna de la Residencia de Señoritas de María de Maeztu y participante de la efervescencia cultural del Madrid de las vanguardias, explica en parte las causas de su invisibilidad. El choque extremo entre su severa educación castellana y la modernidad que pretendía reinventarlo todo; su absoluta entrega al arte desde muy joven; una feroz independencia acompasada por la timidez, junto al deseo de asimilar cuanto se le presentaba, la llevaron a una vida errante durante la convulsa etapa de la Guerra Civil y la posterior contienda mundial (Marruecos, Italia, París). Y tras estas experiencias, a un posterior repliegue, marcado por un misticismo de inspiración teosófica, en una España en la que ya no encajaba, ni en los cauces oficiales, ni en los grupos artísticos que fueron surgiendo en sus márgenes; un “solitarismo”, como ella lo llamaba, permeado constantemente por la incertidumbre —también económica— y la soledad, desde el que no dejó de trabajar ni un solo día, aun cuando acuciada por sus propias tensiones no resueltas.
       Si los Cuadernines trazan por sí solos el retrato interior de la artista, al menos hasta donde éste, siempre escurridizo, se presta a ser observado, los ensayos de Sánchez Santiago ponen en relación la compleja mentalidad y los hechos relevantes en la vida de Delhy Tejero con el contexto histórico y artístico en el que le tocó vivir. Aflora así toda la variedad de estilos a los que la pintora se asomó: desde una juventud cercana al surrealismo y el cubismo pero que nunca abandonó la esencia de la forma, pasando por la abstracción emparentada con la espiritualidad kandinskiana y hasta una reinterpretación del costumbrismo en las figuras castellanas tradicionales, sin olvidar la obsesión por el autorretrato —la autoafirmación de quien se acercaba con horror a la vejez— o la fusión de las corrientes anteriores en concepciones personalísimas, tales como el “ingenuismo” o el “perlismo”.

Tomás Sánchez Santiago en 2018

Sin caer en ningún momento en un exceso de catalogación, Sánchez Santiago se acerca a Delhy Tejero desde la historia, la estética y la psique. En los vaivenes de una trayectoria no siempre bien entendida, devana con rigor y sin estridencias el hilo conductor que, a la manera de los pintores del movimiento Der blaue Reiter (paralelismo muy acertado, a mi entender), aspira a comunicar en la pintura ese universo interior arquetípico, ensimismado, rescatado como unidad anímica de entre los restos del naufragio existencial de un mundo incomprensible en su dolorida contemporaneidad. Así se refiere, por ejemplo, hasta en dos ocasiones, al siguiente cuadro, María Dolores, de 1954:
 
…representa a una muchacha de pie con una armónica en los labios y una postura ajena a las expectativas de lo que se entiende por una pose. El tratamiento simbólico de la obra —un aura de pájaros y arpegios— se halla dispuesto en consonancia con la propia figura, que presenta dos verticalidades diferentes (sombra o luz, adorno o lisura en la falda, gracia o tensión en la carga de la postura). ¿No es también en este sentido la obra de Delhy un reflejo de su espíritu, como ocurre con los grandes artistas cuando expresan un mundo interior en el cuadro, en el poema, en la sinfonía? (pág. 35)
 
…una muchacha retratada en una graciosa actitud de ensoñación, de despreocupación, sin asomo de marcialidad ni tensión en su postura, toca una armónica (y repárese, por cierto, en el nombre de este instrumento). A esa música acuden pájaros blancos y negros, rojos y azules que la rodean sin recelo, totalmente confiados, encantados y suspensos. Hay en el cuadro un aliento de elevación marcado por las rayas del vestido y por la insinuación de unas escalas musicales en fuga que ascienden, como sin duda asciende la melodía, hacia lo alto, más allá de los propios límites del cuadro, hacia una verticalidad que escapa por una altura misteriosa. Es, naturalmente, el mito de Orfeo; la posibilidad del apaciguamiento por medio del arte. (pág. 178)
 
         Escritos en distintos momentos y para diferentes ocasiones, los textos de Sánchez Santiago presentan, como la pintura de Delhy Tejero, una unidad no evidente en la superficie. Ofrecen pistas al lector para una manera de mirar sus creaciones que amplía y ubica en unas coordenadas espacio-temporales concretas la voz íntima de los Cuadernines. Trasladan las palabras de Elias Canetti sobre los diarios a los lienzos, cuando éste último afirma en La conciencia de las palabras: «En todo diario digno de este nombre hay siempre una serie de obsesiones, conflictos y problemas privados que reaparecen constantemente. Se extienden a lo largo de una vida, confiriéndole su peculiaridad. Quien logra superarlos, nos da la impresión de haberse extinguido. La lucha con ellos es tan necesaria como la tenacidad que los caracteriza». Algo parecido expresó el novelista Patrick Modiano en su discurso de recepción del Nobel, cuando se refirió a los episodios traumáticos como motor creativo para todo artista.
         Delhy Tejero no podía curarse de su “enfermedad” porque ésta consistía, con todas las luchas internas que le generaba día tras día y frente a una realidad vertiginosamente cambiante al principio e insoportablemente estancada después, en la fidelidad absoluta a su propia idea del arte. Por desgracia, ello contribuyó a que su obra se dispersara y su figura cayera en el olvido. Con Delicada Delhy, Sánchez Santiago nos la devuelve completa, alejada de los tópicos y de las tentaciones de llevarla adonde nunca estuvo ni quiso estar. Lectura imprescindible no sólo para quienes deseen indagar en la obra de Delhy Tejero, sino para cualquiera interesado en el arte de las vanguardias, en la poesía que éste contiene, y en sus hijos —a menudo hijas— inexplicablemente inadvertidos.

(Publicado en El coloquio de los perros, 26 de febrero de 2021).

Natalia Carbajosa
Natalia Carbajosa. Foto de Pablo Sánchez del Valle/AGM