Natalia Carbajosa reseña ‘Delicada Delhy’, de Tomás Sánchez Santiago

El escritor Tomás Sánchez Santiago lleva más de dos décadas acompañando a la figura y la obra de la pintora Delhy Tejero (Toro, Zamora, 1904 – Madrid, 1968), rescatándola del olvido y alumbrando en su justa medida las zonas oscuras de una artista fascinante en la que vida y arte forman un todo indivisible y coherente, incluso en sus aparentes contradicciones. El fruto más evidente de esta investigación minuciosa y entregada vio la luz en 2004 con la publicación, por parte de Sánchez Santiago y María Dolores Vila Tejero, de los Cuadernines (editada por la Diputación de Zamora y reeditada en 2018 por la editorial Eolas), breves anotaciones a modo de diario interior que la autora escribió a lo largo de más de treinta años de carrera artística. Los seis ensayos que conforman este nuevo volumen vienen a ser una especie de notas al margen, igualmente deudoras de las investigaciones llevadas a cabo por Sánchez Santiago desde finales del siglo pasado; pruebas de un redescubrimiento que, muy acertadamente, no culmina con la atención exclusivamente a la obra pictórica, muralista, gráfica y decorativa de Delhy Tejero. De ahí que el acompañamiento del término “personalidad” a “obra” en un título ya de por sí atrayente, Delicada Delhy, no sea baladí.
        La biografía de Delhy Tejero, compañera en la academia de Bellas Artes de San Fernando de otras pintoras como Maruja Mallo y Remedios Varo, alumna de la Residencia de Señoritas de María de Maeztu y participante de la efervescencia cultural del Madrid de las vanguardias, explica en parte las causas de su invisibilidad. El choque extremo entre su severa educación castellana y la modernidad que pretendía reinventarlo todo; su absoluta entrega al arte desde muy joven; una feroz independencia acompasada por la timidez, junto al deseo de asimilar cuanto se le presentaba, la llevaron a una vida errante durante la convulsa etapa de la Guerra Civil y la posterior contienda mundial (Marruecos, Italia, París). Y tras estas experiencias, a un posterior repliegue, marcado por un misticismo de inspiración teosófica, en una España en la que ya no encajaba, ni en los cauces oficiales, ni en los grupos artísticos que fueron surgiendo en sus márgenes; un “solitarismo”, como ella lo llamaba, permeado constantemente por la incertidumbre —también económica— y la soledad, desde el que no dejó de trabajar ni un solo día, aun cuando acuciada por sus propias tensiones no resueltas.
       Si los Cuadernines trazan por sí solos el retrato interior de la artista, al menos hasta donde éste, siempre escurridizo, se presta a ser observado, los ensayos de Sánchez Santiago ponen en relación la compleja mentalidad y los hechos relevantes en la vida de Delhy Tejero con el contexto histórico y artístico en el que le tocó vivir. Aflora así toda la variedad de estilos a los que la pintora se asomó: desde una juventud cercana al surrealismo y el cubismo pero que nunca abandonó la esencia de la forma, pasando por la abstracción emparentada con la espiritualidad kandinskiana y hasta una reinterpretación del costumbrismo en las figuras castellanas tradicionales, sin olvidar la obsesión por el autorretrato —la autoafirmación de quien se acercaba con horror a la vejez— o la fusión de las corrientes anteriores en concepciones personalísimas, tales como el “ingenuismo” o el “perlismo”.

Tomás Sánchez Santiago en 2018

Sin caer en ningún momento en un exceso de catalogación, Sánchez Santiago se acerca a Delhy Tejero desde la historia, la estética y la psique. En los vaivenes de una trayectoria no siempre bien entendida, devana con rigor y sin estridencias el hilo conductor que, a la manera de los pintores del movimiento Der blaue Reiter (paralelismo muy acertado, a mi entender), aspira a comunicar en la pintura ese universo interior arquetípico, ensimismado, rescatado como unidad anímica de entre los restos del naufragio existencial de un mundo incomprensible en su dolorida contemporaneidad. Así se refiere, por ejemplo, hasta en dos ocasiones, al siguiente cuadro, María Dolores, de 1954:
 
…representa a una muchacha de pie con una armónica en los labios y una postura ajena a las expectativas de lo que se entiende por una pose. El tratamiento simbólico de la obra —un aura de pájaros y arpegios— se halla dispuesto en consonancia con la propia figura, que presenta dos verticalidades diferentes (sombra o luz, adorno o lisura en la falda, gracia o tensión en la carga de la postura). ¿No es también en este sentido la obra de Delhy un reflejo de su espíritu, como ocurre con los grandes artistas cuando expresan un mundo interior en el cuadro, en el poema, en la sinfonía? (pág. 35)
 
…una muchacha retratada en una graciosa actitud de ensoñación, de despreocupación, sin asomo de marcialidad ni tensión en su postura, toca una armónica (y repárese, por cierto, en el nombre de este instrumento). A esa música acuden pájaros blancos y negros, rojos y azules que la rodean sin recelo, totalmente confiados, encantados y suspensos. Hay en el cuadro un aliento de elevación marcado por las rayas del vestido y por la insinuación de unas escalas musicales en fuga que ascienden, como sin duda asciende la melodía, hacia lo alto, más allá de los propios límites del cuadro, hacia una verticalidad que escapa por una altura misteriosa. Es, naturalmente, el mito de Orfeo; la posibilidad del apaciguamiento por medio del arte. (pág. 178)
 
         Escritos en distintos momentos y para diferentes ocasiones, los textos de Sánchez Santiago presentan, como la pintura de Delhy Tejero, una unidad no evidente en la superficie. Ofrecen pistas al lector para una manera de mirar sus creaciones que amplía y ubica en unas coordenadas espacio-temporales concretas la voz íntima de los Cuadernines. Trasladan las palabras de Elias Canetti sobre los diarios a los lienzos, cuando éste último afirma en La conciencia de las palabras: «En todo diario digno de este nombre hay siempre una serie de obsesiones, conflictos y problemas privados que reaparecen constantemente. Se extienden a lo largo de una vida, confiriéndole su peculiaridad. Quien logra superarlos, nos da la impresión de haberse extinguido. La lucha con ellos es tan necesaria como la tenacidad que los caracteriza». Algo parecido expresó el novelista Patrick Modiano en su discurso de recepción del Nobel, cuando se refirió a los episodios traumáticos como motor creativo para todo artista.
         Delhy Tejero no podía curarse de su “enfermedad” porque ésta consistía, con todas las luchas internas que le generaba día tras día y frente a una realidad vertiginosamente cambiante al principio e insoportablemente estancada después, en la fidelidad absoluta a su propia idea del arte. Por desgracia, ello contribuyó a que su obra se dispersara y su figura cayera en el olvido. Con Delicada Delhy, Sánchez Santiago nos la devuelve completa, alejada de los tópicos y de las tentaciones de llevarla adonde nunca estuvo ni quiso estar. Lectura imprescindible no sólo para quienes deseen indagar en la obra de Delhy Tejero, sino para cualquiera interesado en el arte de las vanguardias, en la poesía que éste contiene, y en sus hijos —a menudo hijas— inexplicablemente inadvertidos.

(Publicado en El coloquio de los perros, 26 de febrero de 2021).

Natalia Carbajosa
Natalia Carbajosa. Foto de Pablo Sánchez del Valle/AGM

Eduardo Moga reseña ‘Naturalezas muertas’, de Moisés Galindo

Moisés Galindo, cuyo poemario Las formas de la nada reseñé en el número 7 de la revista Estación Poesía, en 2016, publica su quinto libro de versos, Naturalezas muertas, de la mano de Los Papeles de Brighton. Galindo insiste —y hace bien, si así lo siente— en una poesía metafísica, cuyo núcleo es la reflexión sobre la nada como sustancia y sostén de la vida. Alrededor de este eje giran una serie de motivos simbólicos que lo amplían y enriquecen: el miedo, la sangre, el vacío, la oscuridad y la luz. Sin embargo, Galindo sabe que para que la poesía sea metafísica, ha de ser también carnal, y se aplica a ello con obstinada sensibilidad. Sus poemas utilizan un arsenal de inquietantes metáforas, que hablan del absurdo ontológico y la zozobra existencial, pero lo hacen con un lenguaje dinámico, matérico, corporal. Una luz muy blanca, que a menudo se sutiliza hasta la transparencia, los enfoca a todos, y los versos breves, decantados con rigor, dejan traslucir una sonrisa, aun hablando del olvido o de la muerte. La poesía de Moisés Galindo denuesta la oquedad de todo, pero da ganas de vivir, y, pese a su delgadez, está llena. La nada de la que nos habla es una realidad tangible, en la que se refugia y perpetúa el ser. Cobra dimensión de cuerpo y hace posible el tacto y la pasión. El poeta subvierte la linealidad conceptual y llena el vacío de una esperanza tangible, de una materialidad invisible, pero afanosa. José Antonio Arcediano, el prologuista del volumen, lo ha sintetizado certeramente: «La nada deja de ser pura y simple ausencia del ser para convertirse en una especie de estado al que el ente (el yo individualizado) puede acceder y con el que puede confundirse, en el que puede diluirse, disgregarse…». Dos asuntos más conciernen al poeta: la naturaleza y el sufrimiento animal (los gatos menudean en los poemas de Naturalezas muertas), como ya ha demostrado en entregas anteriores —en Aral, publicado en 2016, trata la devastación del mar de Aral, que fuera el cuarto lago más grande del mundo, y que los trasvases y la contaminación de los soviéticos han convertido en un desierto—, y el amor, que siempre irrumpe, como contrapeso o corroboración, en los alifafes existenciales. Estos son algunos poemas del libro:

EN TRÁNSITO

¿Y este crecer hacia la nada qué es sino mi sangre,
la oscuridad que en mí respira en forma de aire,
de mundo, de no?

IMPERMANENCIA

¿Por qué este puro movimiento
de la nada, esta luz que atraviesa
la sangre como una forma de amor?

TRANSFUSIÓN

¿Cómo habitar sin desasirme,
sin tomarte en mi nada
como lo haría un pájaro o un árbol?

XXXVI

No estás.

No sé qué hacer con tanto amor
en este piso vacío.

Continuar en la nada
nuestra propia casa.

Eduardo Moga

(Extracto de Eduardo Moga, «Lecturas en la prisión (y 5)»,
en su blog Corónicas de Españia, 18 de mayo de 2020).

Santiago A. López Navia publica ‘Tregua’, su último libro de poemas

por José Luis Panero

¡Mis queridos palomiteros! Santiago A. López Navia publica Tregua, su último libro de poemas.

Como sabéis, ya sea de forma solitaria, en pareja o de forma grupal, el cine ha logrado introducir la poesía en su metraje, buscando pretextos que permitan emitir unos versos hacia el espectador. Por ello, cada vez son más los filmes que exhiben poesía, bien sea recitada de pasada, bien sea porque es el pilar de su argumento. Ahí tenemos, por ejemplo, Hannah y sus hermanas (Woody Allen, 1986) o Esplendor en la hierba (Elia Kazan, 1961).

Y por ello, no podemos quedarnos al margen de reseñar otro gran trabajo poético. Se trata del duodécimo poemario de López Navia, laureado poeta, cervantista y académico, entre otras distinciones reseñables, de quien ya informamos cuando la editorial La Discreta celebró sus 20 años de naufragio, puesto que él fue uno de sus grandes y primeros impulsores.

Volviendo a Tregua, el autor señala a este periodista que “a tiempo de ponerle el título, cuando lo terminé este pasado verano, pensaba en el sentido íntimo que esa palabra tenía para mí tras una etapa dura e intensa de varios años. De ninguna manera podía prever entonces que ese título, Tregua, podría servir ahora para enunciar una necesidad tan urgente como la que estamos sintiendo. La vida teje casualidades extrañas. Algo querrá decir, quizá. Quién sabe”.

El libro –volumen editado por Los Papeles de Brighton está dedicado con el alma a Carlos Fernández Alonso y retoma el discurso de sus anteriores heterónimos, Jacobo Sadness y Antero Freire. El lamento existencial, próximo a la poesía desarraigada de la postguerra, se suma aquí a los homenajes a poetas admirados, una serie de delicados haikus y el tópico del ‘silentium amoris’.

Y todo ello es el resultado de un trabajo editorial eficiente y delicado de Juan Luis Calbarro, autor de un prólogo exquisito y autorizado donde los haya.

Aunque por razones obvias no se ha podido presentar públicamente, Tregua puede adquirirse a través de Amazon. Por la trayectoria de López Navia y su dominio en el territorio de la poesía, la ocasión resulta propicia para que os acompañe estos días. Estoy convencido de que lo vais a disfrutar.

José Luis Panero

(Del blog de José Luis Panero, Palomitas de maíz, COPE, 23 de marzo de 2020).

José Enrique Martínez escribe sobre ‘Entre el barro y la nieve’

EL TRINO, LA PALABRA

por José Enrique Martínez

José Enrique MartínezBuena parte de los poetas zamoranos, un grupo de eficaz empuje lírico, se concierta para presentar la poesía reunida de Máximo Hernández, que con el título Entre el barro y la nieve forma un volumen de más de setecientas páginas: nueve poemarios más los poemas sueltos publicados en revistas. Juan Luis Calbarro, Ángel Fernández Benéitez, Juan Manuel Rodríguez Tobal y Tomás Sánchez Santiago, poetas de Zamora, a los que se unen María Ángeles Pérez López y Eduardo Moga, escriben las setenta páginas primeras, verdaderos estudios de la obra de Máximo Hernández, «uno de los poetas más importantes del panorama poético zamorano y nacional», al decir de Calbarro, el cual estudia el conjunto de la obra del poeta, del que destaca «el compromiso ético, los contenidos existenciales, las estructuras cerradas y unitarias —circulares o cíclicas—, la pluralidad de voces y una tendencia a la alegoría» que se acrecienta en los libros últimos. Fernández Benéitez escribe una extensa epístola en verso, de empaque clásico; el resto de los nombrados estudia con ahínco algunos de los grandes poemarios del autor de Entre el barro y la nieve, el cual nos ofrece, asimismo, su idea de la poesía como «intuir lo escueto» y el intento de reorganizar «las partículas que le llegan del hilo de luz que iluminó aquel instante de intuición»; la segunda idea importante alude a la poesía como compromiso con el hombre y la palabra que él siempre ha procurado.

De la inmersión gozosa en la lectura del copioso volumen apenas pueden dar cuenta las líneas que siguen. Entre el barro y la nieve recoge, en efecto, aquel compromiso con la vida del que habla el poeta.

Ello no impide el necesario artificio, que Máximo Hernández vierte en todo tipo de versos, del empaque del alejandrino a la gracia de las seguidillas. La sencilla manifestación de los afectos da lugar a poemas como «Buenos días», del poemario Celebración del tiempo. Otros libros suyos son Matriz de la ceniza, de potencia rítmica y verbal, de fuerza imaginativa y hondura de pensamiento, con poemas excelsos como el dedicado a «Dylan Thomas en su última noche» o «Impresiones de un ahogado». La eficiencia del cielo lo forman poemas breves en versos menores; en él el poeta es metaforizado como Supermán por «ese juego continuo/ de disfraces y máscaras», entre otras cosas; Zooilógico y La conspiración del dolor son otros títulos de esta magna poesía reunida de Máximo Hernández.

(Publicado en Filandón, suplemento cultural de Diario de León, el 4 de junio de 2017).

Juan González Soto sobre ‘Entre el barro y la nieve’, de Máximo Hernández

LA VOZ REUNIDA DE MÁXIMO HERNÁNDEZ

por Juan González Soto

Juan González SotoFelizmente, se publica, en una edición magnífica, la poesía reunida de Máximo Hernández (Larache, 1953): Entre el barro y la nieve (2016). Acaso el lector, sin él mismo saberlo, reclamaba esta reunión poética. No es frecuente en estos tiempos encontrar versos con una voz tan lúcida en la introspección, tan cautelosa en la búsqueda del poema, a la vez luminoso y sombrío, una voz discreta y atenta hacia lo íntimo y esencial, vigilante y reservada frente a lo llamativo, profunda en la indagación poética, una voz tan sabia como cuidadosa en la modulación rítmica, en sus sugerencias, sus ecos, sus significados.

La edición, realizada por Juan Luis Calbarro (Palma de Mallorca: Los Papeles de Brighton, 2016), contiene los poemarios y las plaquettes que Máximo Hernández ha ido publicando desde el lejano 1995. Contiene también, recogidos en el apartado final, «Exentos», cuantos poemas no fueron escritos para formar parte de un conjunto mayor o de un libro. En cualquier caso, se muestran en esta poesía reunida, lo que puede considerarse la obra completa, por ahora, recopilada y reordenada por el propio poeta.

Además, la totalidad de la obra reunida va precedida por muy valiosos documentos: un cuidadoso estudio, haciendo las veces de presentación, firmado por Juan Luis Calbarro, un largo poema en endecasílabos blancos de Ángel Fernández Benéitez («Tú cantas el dolor, Máximo amigo,/ en la distancia justa»), un extenso estudio firmado por Eduardo Moga, otro más que suscribe María Ángeles Pérez López, dos breves pero útiles comentarios de Juan Manuel Rodríguez Tobal y de Tomás Sánchez Santiago. Siguen a todo lo que ya va dicho una detallada información bibliográfica y unas palabras previas del propio poeta. En definitiva, el lector atento no puede sino agradecer cuanto tiene ante sí, cuanto queda reunido en el voluminoso Entre el barro y la nieve, de manera tan completa y tan rigurosa, tan adecuado desarrollo filológico.

Fue La eficiencia del cielo (2000) el primer poemario que yo conocí de Máximo Hernández. Me sorprendieron la precisión métrica, la intensa brevedad, la concisión descriptiva, la exactitud lírica. El lector discurría, poema a poema, a través de aquella eficacia subrayada en el mero título. Las mínimas cosas de la casa, personajes de cómic, las estaciones del año, objetos y juegos de la infancia, sensaciones humildemente allegadas, las pequeñeces diarias, todo, o casi todo, se congregaba en pequeños poemas que iluminaban cuanto nombraban.

Después conocí el que había sido el poemario inmediatamente anterior, Matriz de la ceniza (1999). Me sobrecogió su perfecta geometría. Aún más me estremeció el comprobar que estaba enteramente dedicado a la muerte, a la muerte como colofón perfecto, como fulguración magnífica. El título ya era, en sí mismo, la precisa culminación de cuanto el poeta diría luego, verso a verso, y con tanta sabiduría: las palabras «matriz» y «ceniza» se aunaban en un equilibrio muy preciso.

Leo ahora el poema «¡Lázaro, sal fuera!». Me conmueven el puntual avance de los endecasílabos y los alejandrinos, el mesurado, y a la vez contundente, monólogo del resucitado, su ligero, meditado, resentimiento, sus palabras de hombre en paz en su sepulcro y ahora, y de repente, incomodado a voces en el título: «Ahora que ya conozco la levedad del aire/ a qué otra vez la densidad del cuerpo». Vuelvo a leer el poema que cierra Matriz de la ceniza, «Último gesto de Cesare Pavese». Percibo cómo el poeta, sabiamente, logra alejarse de la noción de muerte como equivalencia de dolor y negación: «Basta ya de palabras vacías como hombres». Percibo cómo el poeta, hábilmente, y mediante la palabra poética, logra superar la muerte como fatalidad irreductible: «No quiero una palabra transformada en sudario/ con que enterrar al muerto que llevamos encima».

El lector atento sabrá recibir a este poeta cuya obra nos convoca ahora a todos. Bienvenida esta reunión Entre el barro y la nieve, esta gran poesía reunida de Máximo Hernández. La lectura de su obra completa suscita el enigma de cómo un poeta que habla de los lugares concretos en que habitan los seres y las cosas, del universo inmanente, provoca, sin embargo, tan profunda sed de trascendencia.

(Publicado en La Opinión de Zamora, 4 de marzo de 2017).